Por Álvaro José Aurane - Para LA GACETA
El juicio por el demencial asesinato de Fernando Báez Sosa, golpeado hasta la muerte por un grupo de jugadores de rugby a la salida de un boliche de Villa Gesell, el 18 de enero de 2020, deja al descubierto una doble ceguera colectiva.
En primer lugar, hay una ceguera manifiesta respecto de la violencia. Hay un cerrado repudio respecto de la mortal golpiza de la que fue víctima el joven de 19 años. Y a la vez, una mezcla de estupor y de reacción escandalizada frente a la acción criminal de los ocho acusados. Es decir, frente a la violencia subjetiva: la perpetrada por personas con nombre y apellido (Máximo Thomsen; Luciano, Ciro y Lucas Pertossi; Ayrton Viollaz; Enzo Comelli; Matías Benicelli y Blas Cinalli), todos de entre 21 y 23 años, y con domicilio conocido: son de Zárate.
Las comunes explicaciones para este caso no difieren, en su esencia, respecto de las que se brindan para otros hechos de violencia ejecutados por sujetos identificables. Normalmente, las conclusiones que se brindan son superficiales. “Es una locura”, es el lugar común. “Es el rugby”, es la más transitada en este juicio. En cualquier caso, la violencia pareciera un fenómeno de generación espontánea. A lo sumo, un estallido de mecha corta, sin mayores profundidades. “Una cosa de locos” es, en definitiva, una aseveración que cosecha coincidencias. Sin embargo, por irracionales que resulten sus acciones, la violencia subjetiva tiene razones. Esas razones, precisamente, parecen invisibles a los ojos de la conciencia social.
Lo simbólico
Hay una violencia simbólica debajo de la violencia subjetiva, diagnosticó el filósofo Slavoj Zizek. Esa violencia está dada por el lenguaje. Los niveles en los cuales la violencia se trafica y se reproduce en el lenguaje de una sociedad son vastos. Pero en el caso de la matanza de Fernando Báez Sosa son manifiestos. Sus matadores lo insultan mientras lo ultiman. En su libro “Entre deudas y culpas: Sacrificios”, la psicoanalista Marta Gerez Ambertín rescata una reflexión sobrecogedora de Soren Kierkegaard sobre un pasaje bíblico. Repara el filósofo danés en que, luego de que Dios le pide a Abraham que le rinda sacrificio con la vida de su hijo Isaak, el patriarca bíblico enmudece. Toda la preparación del holocausto ritual se da sin palabras. Nada dice Abraham cuando se apresta a cumplir la orden de Yahvé. Como si, literalmente, no hubiera palabras para lo que debe hacer.
Otra fue la escena del horror de Villa Gesell. “A este negro me lo voy a llevar de trofeo”, le escuchó decir la testigo Tatiana Caro a uno de los Pertossi. Estaba en un bar contiguo al lugar donde mataron a Fernando. Y después de escuchar la violentísima proclama, vio a Lucas Pertossi pegarle a Báez Sosa.
Lo sistémico
Hay otra violencia debajo de esa violencia del lenguaje. Es la violencia sistémica: la violencia del sistema. Y al respecto, el crimen que segó la vida de Fernando termina por cerrar un círculo que sólo tenía abierto un extremo…
La violencia simbólica y la violencia sistémica no pueden percibirse desde el mismo punto de vista que la violencia subjetiva. Por ello están invisibilizadas. Que la violencia de los sujetos identificables escandalice significa que se la considera una ruptura. Es una disrupción que contrasta contra un fondo de “violencia cero”, alerta Zizek en “Sobre la violencia: seis reflexiones marginales”. “Se ve como una perturbación al estado de cosas ‘normal’ y pacífico”, describe. Sin embargo, la violencia sistémica “es precisamente la violencia inherente a este estado de cosas ‘normal’”, reflexiona el pensador esloveno.
¿No es violento que el 43% de los argentinos sea pobre? ¿Qué la pobreza infantil haya trepado al 51,4% y que 5,5 millones de argentinitos no tengan cubiertas, siquiera, sus necesidades básicas? La violencia del sistema económico y social argentino es tal que, en materia de ingresos, el 10% del sector más rico de la población argentina (se lleva el 28,6% de la torta) gana, prácticamente, 21 veces más que el 10% de la población más pobre (le toca apenas el 1,4%. Ahora bien, ¿quiénes están en ese sector privilegiado? Según el Indec, todos los argentinos que ganan $ 200.000 mensuales. Es violentísimo que el 10% de los que menos ganan, en promedio, reciban $ 30.000 por mes. Pero no es un acto de paz social que se considere “ricos” a los que ganan sólo $ 60.000 más que la “canasta familiar”, valuada en noviembre en $ 140.000.
Ahora bien, este esquema de distribución de la riqueza, en la que un jubilado que recibe la remuneración mínima ($ 50.000 mensuales) no gana ni para comer (la canasta alimentaria de noviembre fue de $ 60.000) fue siempre el prólogo para explicar la violencia de los sectores marginados por el sistema: desde los piquetes en reclamos de mayor asistencia social, hasta los actos de vandalismo desatados en el Obelisco durante los festejos por el Mundial. Pero el asesinato a patadas y trompadas de Fernando Báez Sosa expone el otro lado del abismo.
Son los que están en el otro margen, los que pertenecen a los sectores sociales prósperos, los que han desatado todos los grados conocidos de la violencia en contra de un chico que estaba más abajo en los escalones sociales: Fernando era hijo de un portero de edificio y de una cuidadora de ancianos, que dejaron su Paraguay natal por falta de oportunidades, las cuales vinieron a buscar a la Argentina. Aquí nació Fernando. Y aquí, en un hecho tan bestialmente humano como antinatural en términos etarios, aquí murió Fernando antes que ellos.
La violencia, entonces, ha completado todas las etapas y ha ocupado todos los estratos. Ha ganado a niveles sistémicos, simbólicos y -queda en brutal evidencia- también subjetivos. Lejos de ser irrazonable, la razón violenta se ha impuesto. Su mayor triunfo es que la sociedad a la cual domina no puede verla. O, peor aún, decide no hacerlo.
Lo disvalioso
La consecuencia de esta situación conduce a la segunda ceguera colectiva: la imposibilidad de aceptar los disvalores. También el juicio que se lleva a cabo en los Tribunales de Dolores es el que saca a la luz esta curiosa clase de “materia oscura” social.
A partir del inicio del proceso judicial, una discusión recurrente en la escena pública interpela el rugby. Como el denominador común de los imputados por el asesinato de Fernando tienen en común la práctica de esa disciplina, el deporte de la “ovalada” se ha convertido en el barranco de una nueva grieta. De un lado, los que declaran al rugby como un deporte que inculca la violencia. Del otro, los que lo reivindican como un ámbito que forja la conciencia del trabajo en equipo, del esfuerzo compartido, de la camaradería y de la solidaridad.
Lo que falta, precisamente, es la conciencia del disvalor: hay buenos rugbistas, y también los hay malos. Sin embargo, esa lógica está fuera de todo objeto de debate en este país. Aunque resulta más o menos evidente que las estatuas feas también son estatuas, no ocurre otro tanto con los disvalores de la argentinidad. Si un afiliado radical incurre en inconductas, la respuesta es: “ese nunca fue radical”. Si un marxista trasgrede convicciones, “ese no era de izquierda: era un liberal”. Si un macrista defecciona, “siempre fue un infiltrado”. Si un peronista arría alguna de las tres banderas, la respuesta es tajante: “el peronismo es otra cosa”.
El abogado José Roberto Toledo acostumbra evocar, del libro “Dios en su laberinto”, el pasaje autobiográfico de Juan José Sebreli en el que el filósofo argentino explica por qué es agnóstico y no ateo. Sostiene que, en su opinión, el ateo es tal vez el más ferviente de los creyentes: antes que asumir el conflicto entre la idea de Dios (tan infinito en su sabiduría como en su amor por la humanidad) y este mundo (estragado por violencias sistémicas, simbólicas y subjetivas), prefiere negar la existencia de Dios.
Mucho de ese fanatismo velado se cuela en la argentinidad.
Resulta que, en términos ideológicos, aquí han fracasado las izquierdas, el centro y las derechas. Desde el punto de vista de los roles que desempeñan en la sociedad, fracasaron los militares, los civiles y también la Iglesia. En cuanto a la perspectiva de los partidos políticos, han fracasado, además, los radicales, los peronistas y el macrismo.
Los argentinos, ¿no fracasamos? La cobardía para afrontar ese interrogante es la venda que cubre los ojos para propiciar la imposibilidad de ver los disvalores.
Allí, justamente, es donde nos interpelan todos los predicados en torno de los sujetos que menciona el expediente por la muerte de Fernando Báez Sosa. En la Argentina, hay argentinos matando a argentinos en las calles. Esa violencia, desde la invisibilidad, nos mira a los ojos. Y se nos ríe con una carcajada perversa, que no hace ningún ruido.